Traspasábamos la puerta de aquel antro que tanto nos había costado encontrar. Había un cierto olor a rancio, a salfumán, a aguardiente, un sabor a pescadilla, una atmósfera densa, pesada, cargada de tanta mezcla de olores…, y rematada por el humo cargante del tabaco (aunque tampoco es que el humo del tabaco pese mucho y suponga una gran carga).
Una partida de cartas se desarrollaba al fondo del local, sobre una mesa, en un rincón iluminado por una sola lampara. Y en la mesa había un tapete verde que iba perdiendo el color poco a poco.
Había cuatro tipos alrededor de ese mantel de tres al cuarto.
-¿Manuel Guillart, por favor?
Le preguntamos a uno de los tipos.
Pero ninguno levantó la mirada del mantel, ni hizo medio giro con la cabeza, ni tan siquiera saludaron, que es lo que más molesta. Seguían jugando su partida con los ojos clavados en la baraja.
-Siéntense...
Buscábamos unas sillas que estaban desperdigadas a lo ancho del local, desarraigadas, sin mesa propia. Las acercábamos haciendo un poco de ruido, y las situábamos detrás del que nos había ofrecido asiento.
Se trataba de un fumador de puros de baja calidad. Se olía a la legua.
-¡Detrás de mí, no!
Vaya desconfianza que tenía el del puro en que le viéramos las cartas. (Tenía dos sietes.)
-¿Es usted Manuel Guillart?
Le preguntábamos al único que nos había hablado (aunque sin soltar el puro de la boca).
-¡Voy...!
Y añadía un garbanzo al montoncito que crecía en medio del mantel, a modo de apuesta conjunta. Menudo farol que se tiraba el del puro con una simple pareja de sietes. Inútil, iluso, desgraciado.
Belisario le dio un golpe sin querer al farol que iluminaba la mesa.
Y el haz de luz se movió de un lado a otro, enseñándonos los rostros de los presentes...
El hombre del puro parecía un militar retirado, un africanista cincuentón con el pelo al rape, las mangas de camisa dobladas hasta el hombro, que se había afeitado anteayer con más prisas que buen tiento. Los otros tres pajaritos que le acompañaban -sota, caballo y rey- oscilaban entre el medio pelo de uno, el medio cuerpo de otro, y la obesidad extrema del tercero, que se mantenía alejado de la mesa por razones de peso.
Las cartas se movían sin cesar sobre el tapete pardo, rojiverde, verdeoliva. Una baraja de poker se desenvolvía en las manos de los jugadores. Las manos mantenían las cartas ocultas y movían unos garbanzos que se iban amontonando y engordaban en el centro del mantel, donde cundían las apuestas.
-¡Voy...!
El africanista echaba el humo fuera.
-¡Voy...!
El que estaba a su lado tomaba el humo y repetía, a pleno pulmón, lo que el otro había dicho. Es decir, que también se sumaba al farol del africanista.
-¡Paso!
Pero el gordo se retiraba más aún de la mesa, para alejarse definitivamente de la partida.
El hombre del medio pelo también se levantaba, rematando el culo del vaso de un solo trago, con buen perder, con buena sed, con un deje amargo en el estómago.
-¡Agggs...!
Se mantenían en la partida el africanista y el flaco, dos figuras frente a frente, sentadas delante de una partida de poker que ninguno de los dos iba a abandonar. La deserción era lo último, el final, más valía salir desplumado del lance (o ser lanzado a la calle sin plumas ni dineros), que rendirse a la sombra de un farol.
-¡Voy...!
Aumentaban las apuestas, los faroles de los dos se encendían, y el por qué de los garbanzos en el centro de la mesa iluminaba la inteligencia de Emma.
-No juegan con dinero, ¿verdad?
Obviamente.
Emma hablaba por lo bajo, habiendo hecho ya el descubrimiento del montón de garbanzos de la mesa.
-¡Voy...!
El africanista aumentaba de nuevo el montoncito de garbanzos. Hay que ver lo que duraba encendido su farol y lo que daba de sí una triste pareja de sietes...
Pero el flaco –al que no conseguimos verle las cartas- no igualaba la apuesta y se retiraba de la partida. Desconfiaba de sus cartas y se quedaba al margen de las legumbres, del premio que el africanista recogía y se guardaba en una bolsita atada con un cordel corredizo. Luego se levantaba de golpe, nos estrechaba la mano a los tres, y se presentaba como:
-¡Manuel Guillart!
¡Era él!
-Les esperaba...
Nos apartamos, quedándonos al margen de los perdedores de la partida, que se iban hacia la barra del bar a acalorarse de otra manera, a quitarse las malas pulgas.
Mirando a Belisario, Manuel Guillart preguntaba:
-¿Quién es Emma?
Belisario giraba los ojos hacia Emma, que se ponía de puntillas:
-Yo misma.
Allí estaba ella.
-Muy bien... O sea, ¿que tú eres la hija que viene a ver a su padre desde muy lejos...?
-Sí...
-Vale, eso lo vemos luego.
Y entonces cambiaba de tema, acercándose al asunto que más le importaba:
-Ahora vamos a hablar de dinero...
Persio
Una partida de cartas se desarrollaba al fondo del local, sobre una mesa, en un rincón iluminado por una sola lampara. Y en la mesa había un tapete verde que iba perdiendo el color poco a poco.
Había cuatro tipos alrededor de ese mantel de tres al cuarto.
-¿Manuel Guillart, por favor?
Le preguntamos a uno de los tipos.
Pero ninguno levantó la mirada del mantel, ni hizo medio giro con la cabeza, ni tan siquiera saludaron, que es lo que más molesta. Seguían jugando su partida con los ojos clavados en la baraja.
-Siéntense...
Buscábamos unas sillas que estaban desperdigadas a lo ancho del local, desarraigadas, sin mesa propia. Las acercábamos haciendo un poco de ruido, y las situábamos detrás del que nos había ofrecido asiento.
Se trataba de un fumador de puros de baja calidad. Se olía a la legua.
-¡Detrás de mí, no!
Vaya desconfianza que tenía el del puro en que le viéramos las cartas. (Tenía dos sietes.)
-¿Es usted Manuel Guillart?
Le preguntábamos al único que nos había hablado (aunque sin soltar el puro de la boca).
-¡Voy...!
Y añadía un garbanzo al montoncito que crecía en medio del mantel, a modo de apuesta conjunta. Menudo farol que se tiraba el del puro con una simple pareja de sietes. Inútil, iluso, desgraciado.
Belisario le dio un golpe sin querer al farol que iluminaba la mesa.
Y el haz de luz se movió de un lado a otro, enseñándonos los rostros de los presentes...
El hombre del puro parecía un militar retirado, un africanista cincuentón con el pelo al rape, las mangas de camisa dobladas hasta el hombro, que se había afeitado anteayer con más prisas que buen tiento. Los otros tres pajaritos que le acompañaban -sota, caballo y rey- oscilaban entre el medio pelo de uno, el medio cuerpo de otro, y la obesidad extrema del tercero, que se mantenía alejado de la mesa por razones de peso.
Las cartas se movían sin cesar sobre el tapete pardo, rojiverde, verdeoliva. Una baraja de poker se desenvolvía en las manos de los jugadores. Las manos mantenían las cartas ocultas y movían unos garbanzos que se iban amontonando y engordaban en el centro del mantel, donde cundían las apuestas.
-¡Voy...!
El africanista echaba el humo fuera.
-¡Voy...!
El que estaba a su lado tomaba el humo y repetía, a pleno pulmón, lo que el otro había dicho. Es decir, que también se sumaba al farol del africanista.
-¡Paso!
Pero el gordo se retiraba más aún de la mesa, para alejarse definitivamente de la partida.
El hombre del medio pelo también se levantaba, rematando el culo del vaso de un solo trago, con buen perder, con buena sed, con un deje amargo en el estómago.
-¡Agggs...!
Se mantenían en la partida el africanista y el flaco, dos figuras frente a frente, sentadas delante de una partida de poker que ninguno de los dos iba a abandonar. La deserción era lo último, el final, más valía salir desplumado del lance (o ser lanzado a la calle sin plumas ni dineros), que rendirse a la sombra de un farol.
-¡Voy...!
Aumentaban las apuestas, los faroles de los dos se encendían, y el por qué de los garbanzos en el centro de la mesa iluminaba la inteligencia de Emma.
-No juegan con dinero, ¿verdad?
Obviamente.
Emma hablaba por lo bajo, habiendo hecho ya el descubrimiento del montón de garbanzos de la mesa.
-¡Voy...!
El africanista aumentaba de nuevo el montoncito de garbanzos. Hay que ver lo que duraba encendido su farol y lo que daba de sí una triste pareja de sietes...
Pero el flaco –al que no conseguimos verle las cartas- no igualaba la apuesta y se retiraba de la partida. Desconfiaba de sus cartas y se quedaba al margen de las legumbres, del premio que el africanista recogía y se guardaba en una bolsita atada con un cordel corredizo. Luego se levantaba de golpe, nos estrechaba la mano a los tres, y se presentaba como:
-¡Manuel Guillart!
¡Era él!
-Les esperaba...
Nos apartamos, quedándonos al margen de los perdedores de la partida, que se iban hacia la barra del bar a acalorarse de otra manera, a quitarse las malas pulgas.
Mirando a Belisario, Manuel Guillart preguntaba:
-¿Quién es Emma?
Belisario giraba los ojos hacia Emma, que se ponía de puntillas:
-Yo misma.
Allí estaba ella.
-Muy bien... O sea, ¿que tú eres la hija que viene a ver a su padre desde muy lejos...?
-Sí...
-Vale, eso lo vemos luego.
Y entonces cambiaba de tema, acercándose al asunto que más le importaba:
-Ahora vamos a hablar de dinero...
Persio
Extracto de La caída del guindo
2 comentarios:
Un párrafo bastante ágil y agradable. ¿tú lo has escrito?
MARIO
Gracias.
Sí, lo que firmo como Persio es mío.
Un saludo, Mario
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