viernes, 2 de marzo de 2007

Los últimos creyentes en la antigua religión de Egipto




Al verse castigados con aquellos animales que habían tenido como dioses y que ahora eran su tormento, reconocieron que el verdadero Dios era aquel a quien se habían negado a conocer. ¡Así cayó sobre ellos el castigo final! (Sabiduría 12, 27)

La pirámide de cristal era nuestro templo. Allí pasábamos la mayor parte del día, de sol a sol. Nuestra farmacopea se adentraba en el misterio último de los elixires.
En la cima de la pirámide estaba la cumbre de nuestra creación, donde se desarrollaban las investigaciones embrionarias para el estiramiento definitivo del tiempo. Rozábamos el sueño eterno del hombre. La ciencia quedaría sublimada con el logro de la inmortalidad.
El castigo que infligíamos en nuestras investigaciones no era grande. El dolor de los sacrificados lo combatíamos con tenacidad. En todo caso, su sacrificio serviría para la salvación de bastantes. No éramos vampiros de clones, sino benefactores de una humanidad mejor.
Sin embargo, unos embozados robaron nuestro tesoro. Actuaron de noche, mal iluminados por una media luna. En unos frascos se llevaron los pequeños organismos que sembrarían el terror. Todavía no sé bien quién fue más culpable: si ellos por haberlos robado o nosotros por haberlos tenido.
La tormenta de los virus mortíferos estaba al caer. Indefectiblemente, como fuego de azufre, se desatarían las plagas infinitas. Había que huir antes de que nos alcanzaran.
Y huimos.

El viaje ha comenzado. Anoche pasamos el mar Rojo. Aunque ahora tenemos por delante todo un desierto, confío en que pronto llegaremos a la tierra de redención, la Tierra Prometida donde la leche y la miel corren como el agua (Deuteronomio 6, 3).


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